A menudo en el mundo corporativo se cuestionan los modelos autocráticos de liderazgo, que plantean el sacrificio de las libertades individuales en pro de una mayor efectividad.
A principios de los años 90, una nueva generación de ejecutivos se incorporaba a las filas del empleo y se esperaba que fueran una clase de directivos que, dada su alta formación y mentalidad abierta llevaran a cabo una renovación en la forma de ejercer autoridad. Se esperaba que sustituyeran a los directores autocráticos y que eso produjera un cambio positivo en la forma de ejercer el liderazgo. Hoy, vemos un cambio de rumbo en términos directivos. No sé si estas variaciones se deben a que el modelo corporativo es distinto del que se estudia en las universidades o si hay cierta desilusión por los liderazgos participativos. Lo cierto es que conforme pasa el tiempo, nos damos cuenta de que los liderazgos han evolucionado a un lugar que nos llena de sorpresas. El mundo opta por líderes que operan como si las empresas fueran un teatro de un solo actor. Estos personajes son autocráticos, forman equipos de trabajo muy compactos, son protectores y valoran la fidelidad por sobre todas las cualidades.
Este tipo de liderazgos se han dado cabida en la política y en el mundo corporativo. Parece que han ganado popularidad y a las nuevas generaciones les acomoda esta forma de recibir instrucciones. En esa condición, para alcanzar el éxito hay que entender cómo funcionan y conocer cuáles son las reglas del juego —que se alejan de la ortodoxia de los métodos que aprendemos en los libros o que nos enseñan en las universidades—. Estos estilos de dirección tienen sus reglas: es imprescindible moverse con cautela, conocer a las personas adecuadas, lo más importante es la confianza y la delegación de poder se considera un ejemplo de mala gestión. Lo curioso es que quienes han adoptado estos métodos directivos hicieron carrera y fortuna en poco tiempo. ¿Cómo?
No hay novedad, desde que <span style="color: #ff6600;"><strong>Fayol</strong></span> habló de los doce principios de administración, sabemos lo importante que es la jerarquía en cualquier tipo de organización. En la reinterpretación de lo que significan el rango y el escalafón, la relación que se establece entre el jefe y sus subordinados es de suma importancia. Es cierto, en muchas empresas, incluso las grandes corporaciones, el enfoque administrativo es bastante liberal en cuanto al trato entre el jefe y sus empleados. Incluso se considera que las categorías dan lo mismo, que todos son iguales y existe la posibilidad de acudir directamente a la dirección para proponer nuevas ideas, presentar quejas, denunciar abusos. Se ha llegado a creer que el jefe es un par y eso, además de ser falso, es un error. El jefe ejerce una relación que debe elevarse por encima de sus subordinados. La jerarquía, incluso en estructuras achatadas, existe.
Lo curioso es que los liderazgos duros empiezan a popularizarse. Aquellos en que los jefes se convierten en una mezcla curiosa de padres, reyes, amos y motivos de risa. El jefe es toda una figura poderosa y ejerce ese privilegio. Bajo ningún concepto se considera que sea un trabajador más; desde su silla, cual soberano legítimo, dirige lo que se le ha confiado. Ejerce un mandato duro sobre la sucursal, la filial, el departamento, el equipo de trabajo, el presupuesto o lo que le toca. Se trata de una regla que aplica a cualquier nivel. Por encima del jefe sólo está el cielo, y, claro está, el jefe de su jefe. Entre el jefe y los subordinados debe haber el mayor número posible de escalones que marquen las jerarquías: el asesor, el consejero, el adjunto, la asistente, la recepcionista. Los espacios físicos son importantes, las oficinas, los despachos y la sala de juntas, la recepción marcan jerarquía. Las diferencias no se disimulan, se acentúan.
Este tipo de dirección es muy jerárquico, sin embargo, la actitud del jefe hacia sus empleados es indulgente y se interpreta como la relación de un padre hacia sus hijos, es un gesto de generosidad extrema para con su pupilo. Evidentemente, estos modelos de liderazgo crean sistemas altamente burocratizados. Y aunque pareciera que estos estilos se erradicaron hace casi treinta años, hoy están en boga. Si bien los trabajadores —no los integrantes del equipo de trabajo— suelen bromear sobre este tipo de dirección y tanto la burocracia como la figura del jefe dan pie a miles de chistes, este tipo de líderes creen que un jefe que se comporte de otra forma no es un jefe. Y no se trata tanto del carácter personal, del temperamento o raíces culturales del líder, sino de los modelos de comportamiento preestablecidos que se imbuyen en la cultura organizacional. Así que cualquiera que ocupe un puesto de jefe representará el papel que la sociedad le reserva.
¿Por qué gustan estos liderazgos? Estos jefes dan mucha seguridad, saben poner todos los puntos sobre las íes, son claros y la gente sabe sobre qué terreno está pisando. No dejan espacios para la ambigüedad. No se pierde el tiempo con discusiones infructuosas, aunque se pierde la posibilidad de un intercambio fructífero de opiniones. Independientemente de la eficacia de este método de gestión —que, en muchos casos levanta pasiones, de que se tilde a los jefes de abusivos pues obligan a trabajar horas extras, de mezquinos ya que no suben los salarios, de obtusos porque no suelen ver cosas que para sus subordinados saltan a la vista y de flojos, por supuesto, puesto que para trabajar ya están los subordinados, aunque nadie se atreva a decirle a la cara nada que los contradiga pues a quien no comparta esta opinión se le considera fuera de lugar, detentan todo el poder de decisión y se lo imponen a los demás sin lugar a duda— estos liderazgos se están popularizando.
Son personas carismáticas y se erigen con el poder en pro de una supuesta necesidad colectiva. No permiten el cuestionamiento a su autoridad y sancionan rápidamente toda forma de oposición o crítica. Exhiben tendencias a la paranoia y se aferran al poder a través de todos los medios. No son dados a la autocrítica ni al reconocimiento, sino que se piensan siempre los más indicados o los más convenientes para guiar a los demás. Amenazan, castigan y persiguen a sus subalternos, en pro de mantener un orden específico. ¿Les resulta familiar esta descripción?
A menudo en el mundo corporativo se cuestionan los modelos autocráticos de liderazgo, que plantean el sacrificio de las libertades individuales en pro de un orden más riguroso o una mayor efectividad. De hecho, se distingue en el lenguaje empresarial entre las figuras de jefe y líder en base a su cercanía con el personal de a pie, su permeabilidad a las nuevas ideas, su horizontalidad de trato y su capacidad para inspirar en lugar de atemorizar a sus subalternos. Pero, son personas a quienes no les tiembla la mano para tomar decisiones duras y que generan seguridad y lealtad de su gente.
Estos liderazgos son muy apreciados cuando se necesita implementar cambios en forma rápida y efectiva; cuando se necesita alinear al equipo de trabajo o cuando la urgencia da poco margen de maniobra. Los ejemplos de personas que ejercen estos liderazgos son Donald Trump, Jeff Bezos, John Chambers, Vladimir Putin, Elon Musk. Estos jefes son dicotómicos. Pueden ser inspiradores pero su forma dirigir es agotadora. Luchan y consiguen lo que otros no lograrían. Enfrentan los desafíos, pero, en general, tienen muy mal humor. Gozan del apoyo de la gente y son el principal tema para hacer chistes y no les importa. Estos estilos directivos gustan porque cada quien sabe cuál es la posición que le toca jugar y porque la gente sabe que están dispuestos a pagar el precio de ejercerlo.
AUTOR: Cecilia Durán Mena
FUENTE: Forbes México